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martes, 18 de junio de 2019




                                                 



                                           TEXTO GANADOR EN EL CERTAMEN DE

                                           RELATO BREVE GUARDO (PALENCIA) 2019.





                     LOS QUINTOS DEL SETENTA
                                               AMADEO   LABORDA
                     
Afeitaron al muerto y la piel se le fue llenando de moscas caminadoras y de unas ronchas que asediaban sus labios. Alguien, quien sea, le abrió la boca y encasquetó entre sus mandíbulas la dentadura postiza, igual que cuando empapuzamos al pájaro volandero que cayó del nido antes de hora. En esa emboscada de la carne no faltó alguna que otra nervadura de vena aflojada y aquella postura baldada del entrecejo. Luego, cerraron la caja y ya no vi sus ojos, ni el gesto inservible de sus manos. Sucedió como sucede la tormenta. O como pasan las cosas que se salen de quicio porque no tienen mesura. La noche resultaba negruzca como la mula del tío Damián y tenía ese mismo pelaje punchoso del costillar del animal. Había una puerta con la cerradura grande y una hornacina sin santo. También había cirios en aceite junto a un retrato con los quintos del setenta, y una cara asomada a la eternidad. El resto eran rezos discretos y voces austeras. Poco más. Entre los allegados se encontraban media docena de primos segundos y algunos vecinos de la casa de abajo, o de tres calles más arriba, y un gato que se llamaba Sarmiento y que sabía hacer volteretas. Yo era paliducha y flaca y tenía un lazo con dibujos de mariquitas. De los muchos muertos que han pasado por mi vida, muchos, solo este mostraba la mirada distraída y un impecable nudo americano en su corbata. Mi infancia es un trasiego de velatorios con una luz siempre encendida. En esa convocatoria de dulces de anís y caras antiguas hay una montonera de muertos, de los unos muertos y de los otros muertos, de todos los muertos, y más de un enterrador con carraspera o con unas malas pulgas del copón. Mi abuela, a las deshoras de los pésames y en el sindiós del cuerpo presente, me llevaba a visitar difuntos y otras veces enfermos en su último bufido de vida. Por eso me pasaba las noches en vela y mirando debajo de la cama para dar con el muerto que se aproxima, que cada vez está más cerca, que ya está ahí al lado y te estira de la ropa. Fue entonces, en esas horas muertas de los velorios, cuando me dio por apuntar las cosas y por hacer listados de palabras. Poco tiempo después me pusieron estas gafas y el velcro que las mantiene bien cogidas, y me regalaron un diario que tiene las tapas de un cuero que huele a vaca y en el que pego cromos con una aguachirle compuesta de harina con un chorretón de gaseosa.
Escribo porque tengo cosas que contar. Ando a todas horas con el bolígrafo encima porque tengo mucho que decir y nadie me escucha cuando lo pronuncio en voz alta. Me gusta pararme en las esquinas y observar el trajín de la gente. También me chifla jugar con mis primas a ser invisible, pero eso creo que no tiene nada que ver con la literatura. O sí. A lo mejor va a ser que se le parece en algo. Hay días en los que no pasa nada y entonces me lo invento, como de pequeña me inventaba la nieve y los trineos, o ese muñecote de hielo con una nariz de zanahoria. Me cuesta saber qué fue antes y qué después, porque los acontecimientos giran igual que un bicho bola y luego se hacen una madeja de aquí te espero. Cuento lo que no pasó y aquello que tuvo lugar mucho antes de lo que nunca sucedió. Hablo de personajes que jamás existieron, o que ya estaban por aquí cuando llegué. Otras veces cierro los ojos y huelo con recelo, o me quedo en silencio mirando detenidamente las cosas, como aquella noche en la que una cuchilla de afeitar rasuraba la cara muerta de ese hombre que vivía por la plaza de las ranas, mientras yo corregía las tildes del epitafio y llenaba de tinta el semblante desmejorado de la madrugada. El silencio tiene mirada de matarife, pero carece de apellidos y ni siquiera tiene orejas para escuchar los cabezazos de las moscardas contra el cristal: primero una vez y luego otra aún más tozuda. Sin darme cuenta, las cavilaciones y los ruidos acaban llenando ese sigilo como si fueran las voces calladas de un tiempo agotado, aquel de muertes pequeñas y de otras más holgadas. No sabes cuánto. Entonces pasa una nube y el espejo del ropero se oscurece para hacerse más hondo, mucho más. No sé si lo he dicho antes. Que dentro del espejo existe otro mundo. No sabría decir cuál. Otro. Uno pendiente de ponerle nombre y no solo hecho de fotografías esquinadas sobre el cristal o de orillas quebradas, sino también del material que compone los mapas de la imaginación.
 Esto no es aquello. Tampoco la casa huele a pimiento asado como en las tardes de poemas bajo la tormenta, ni tiene aquellas luces anaranjadas sobre las que flotaba un polvo que lo amenazaba todo. Ahora no soy una cría ni le tengo miedo a las puertas que se abren solas. La semana pasada cumplí catorce y me quitaron ese aparato que he llevado durante años apretujándome los dientes. Escribo de los recuerdos porque no le pongo cara al olvido. A menudo intento atinar el incierto rostro de la desmemoria. Aprieto los ojos y pienso, o hago como que pienso. Así, mitad abiertos y mitad cerrados, así, así, pero al hacer fuerza con las cejas solo me sale la cabeza despellejada del conejo en las vísperas de San Blas, cuando la calle se llena de mesas y el borrachín del arrabal canta coplillas. Por eso describo lo de aquella lápida de las ortigas y cuanto sucedió o dejó de suceder antes de esa estampida de muertos. O de las manchas de humedad que había detrás de las cortinas, o sencillamente de cómo la viuda soplaba sobre una mota de pelusa como quien sopla el caldo de los inviernos. Recuerdo para arriba, recuerdo para abajo. De ese modo siempre, porque el presente es una tela que presta poco, como la sisa de aquel vestido de los cocoteros. A menudo voy dando vueltas a las frases para hacer lo que se pueda. Lo que se pueda. Una vez el maestro nos pidió una redacción sobre las aves migratorias y yo la hice sobre una ventana que hay en casa y que es la ventana de los pájaros. Me dijo que no estaba del todo mal, pero mejor si la repetía. Ahora, lo que son las cosas, le he cogido gustirrinín a novelar lo que queda lejos, o aquello en lo que nadie se fija. Como los zapatos del muerto. O como una sombra cicatera, esa que ataviada de quietud brinca la baranda del balcón cuando la raya de sol se pone a jugar al escondite inglés entre los geranios. La sombra domesticada de las once y media.
    Qué metáforas ni qué ocho cuartos. Me gusta hablar de la lluvia y de lo que pasó detrás de la lluvia, cuando a las palabras les dio por juntarse y a la gente por morirse. Lo que comenzó como una deserción de vivos terminó siendo una desbandada de muertos. Me gusta eso y contemplar las gotas sobre el cristal cuando resbalan sobre la pegatina de Pipi Calzaslargas, en ese santiamén en el que las salpicaduras forman puntos y al unir esos puntos me sale un nicho con retratos satinados y fechas oxidadas, y otras veces el membrete del recibo de los muertos.
     Los crisantemos y las esquelas. Los crisantemos. Las esquelas. Y las manos sobrantes del muerto. Y su camisa arremetida. Con lo uno y con lo otro me dedico a relatar la fúnebre palidez de un verano de chancletas de goma y sandías robadas. De aquel tiempo de las adivinanzas y los besos en la frente. De cierto agosto que parecía no acabar nunca, mientras septiembre no terminaba de llegar. De cuando mi abuela anotaba sepelios y yo párrafos en cursiva, despacito y con buena letra. Aquel fue el verano de la rata porque mi tío Damián le arreó una pedrada a una y luego mi hermano la paseó como una momia peluda por las calles del pueblo y por la cuesta de los acebuches. Entre todos la mataron y ella sola se murió. Tenía un rabo gordote y el lomo lleno de trasquilones, y cuando la vio mi madre se dio un susto morrocotudo y le dijo a mi tío que no eran maneras, que más le valdría dejarse de zarandajas y pollas en vinagre y enseñarnos algo de provecho. Luego, pendiente aún de autopsia, la enterramos en un tiesto de perejil e hicimos una merendola, y lo pasamos en grande. Mucho.
     La muerte no existe. Existen los muertos y ese luto demacrado de los fallecidos. Por eso no me dio por escribir de la muerte, que esa da miedo aunque no exista, sino de los muertos. De los pormenores de los muertos y de sus correas de reloj gastadas. De sus detalles y de las uñas de esos detalles. La memoria está habitada por cadáveres traídos y llevados de dos a cinco, y por muertos mal guardados. Las almas no se van nunca, ni se ausentan por una tarde en este sinvivir de funerales demorados y muertos vivientes.
    De qué olvido. El de quién. Amortajado el recuerdo se acabó la cautela. Tan callada vino la muerte, tanto, tan sin mover ruido ni desbaratarse, tan sin una palabra más alta que otra. Eso nunca lo olvidé. Nunca. La muda replanchada del muerto. La vagancia del tendón sobre el tramo inútil de la sonrisa. Los mocasines de las bodas y aquella tiesura de las solapas sobre su delgadez sedente y sedentaria. La mueca torpe, como si tuviera un dolor de tripas después del apretón de espicharla con el testamento a medias y la cena por hacer, justo cuando la sístole se cansó de esperar a la diástole y asomó las orejas el síncope. La formalidad del muerto y esos modales de estarse quieto donde toca y sin rechistar. Tan poquita cosa, tan nada y con tan poca luz. El morro prieto del muerto, parecido a más no poder a aquel otro de la rata callejeada en bendita procesión. Aquel reguero blanquinoso del agua con bicarbonato para dar lustre a su dentadura de quita y pon. Los lunares de lycra en su corbata tirante. El pañuelo de tergal acicalando su cuello, igual que una medusa desinflada, y un traje milrayas con ojales huérfanos de botón, mientras el gato Sarmiento se repantigaba en la distancia en corto de sus piernas largas para husmear las canillas huesudas y el calcetín remendado. Las moscas andadoras, esas que se bebían las tacas de mistela sobre la mesa de railite. Luego, cargaron con la caja por las escaleras y yo llamé al gato y él acudió obediente, y luego todo sanseacabó, y luego es ahora.


                                                                         FIN




                                        

martes, 26 de marzo de 2019

MEDUSAS DE TERGAL



 POEMA GANADOR DEL PREMIO DE POESÍA GUADIANA -2018

 CERTAMEN ORGANIZADO POR GRUPO LITERARIO GUADIANA (CIUDAD REAL)





MEDUSAS DE TERGAL


La casa es la misma,
la de entonces,
esa de los ventanales inmensos
y un naranjo frente a la tapia,
y, sin embargo, qué decir ahora
acerca de esta abrupta distancia
de labios esquivos
sobre la palidez del momento,
o contra el tramo más hostil de la culpa,
o del miedo,
puede que del miedo,
de cuando pude olvidarte,
olvidarte y aprender de memoria
tu ausencia contagiosa,
el vacío del recibidor estrecho,
y esa soledad intrusa
de muchacha sin nombre,
donde el tozudo silencio
de tu anatomía precaria
y aquella piel primeriza
sobre las rendijas últimas de la tarde,
mientras la intemperie de tu mirada,
durante esa lejanía de perros y de trenes,
claro que de perros,
y yo te decía que no eran las sábanas,
ni el recelo.
No lo eran.
Aflojado el cartílago de las voces,
pude comprender ese gesto que finges
para ocultar las varices de tu sonrisa.
Comprender ese gesto que finges.
De qué sonrisa. La de quién.
Vine a devolver la tristeza
que tomé prestada
y ya después,
o antes de eso,
si sales por un momento del agua,
averiguar de cuántos lugares deshabitados
y de cuántas extrañas madrugadas
está hecha nuestra despedida.
No digo la humedad licuada de la lluvia,
no digo de eso,
hablo del equilibrio desmesurado
de los pájaros que se paraban
sobre un alambre oscuro
que daba vueltas al atardecer,
de aquella memoria caliza,
de la estufa gris del primer invierno
y de esos pasadizos antiguos
que conducían hasta tu espalda terca,
en ese tiempo estrepitosamente demorado
de las cerezas,
o durante el sindiós del verano,
de eso hablo,
de tu complicidad tardía.
Entre las páginas del cuaderno
hurgaba la quietud urgente de tu escritura
y luego tus manos,
siempre esas,
las que en ocasiones asomaban
para transitar mi penúltima piel
y tantas otras veces no hacían eso,
ni hacían nada,
sino encogerse frente al frío
para anidar en el interior de un sigilo
de arañas dóciles y bostezos de gato,
o con tal de descubrirse a tientas
durante ese instante de ropa tendida
y salivas impacientes.
Una vez lo pensé.
Pensé que resultabas necesidad  
en el rellano cómodo de la noche
y acudías para pronunciar a oscuras
lo que las piedras callan.

             Amadeo Laborda






viernes, 8 de marzo de 2019

METAFÍSICA DE UN CHUCHO





  TEXTO GANADOR EN EL PREMIO NACIONAL DE RELATO
  BREVE FOLIAS - L´ALFÀS DEL PI  2019





  METAFÍSICA DE UN CHUCHO

    Amadeo Laborda
       


   Qué voces de la memoria ni qué niño muerto. Váyase usted a saber de dónde salen estas frases con aspecto de bufido. Lo que escucha vienen a ser mis entendederas de perro y este sindiós de mis cavilaciones. Por ser un perdiguero no iba a apechugar con un silencio de mortaja, o con ni siquiera poder decir que este morro es mío. Tururú. Si lo prefiere se lo digo con otras palabras. No sé cuáles. Otras. Unas más parecidas a las que se gastan en los cuentos de toda la vida, de esas que llevan flecos y blondas entre los sustantivos. Claro que no hablo, pero que no sepa hacerlo no significa que en mis ladridos no existan razonamientos peludos, o estos pequeños ratos de lucidez perruna que quien más y quien menos tiene. Ojalá. Claro que me chiflaría articular palabra, aunque fuera con las vocales traspuestas y los fonemas entreverados, como hace ese borrachín que vive en la cuesta de los acebuches. A veces sale pimplado de la cantina y se pasea dando tumbos y canturreando lo de tamparantán que te han visto Pepe, tamparantán que te han visto Juan.

   Cómo quiere que no lo observe todo con esta mirada correosa de la intemperie. Cuento lo que hubiera contado mi amo de no haberse ido. Las cosas de las que hubiera hablado él de no acogotarle aquel jamacuco. Le dio el telele y sanseacabó. Decidí quedarme a vivir en esta plaza cuando vinieron y se lo llevaron con los zapatos de las bodas y el traje de todos los muertos, el de los unos y los otros muertos, metido en aquella caja de cedro al pie de unas coronas de crisantemos. Las flores de temporada siempre distraen los olores, los de los pinreles y los otros. Todos. Me vi en la calle y las pasé putas, putas sí, atarantado como un jipilondio que malvive entre moscas y timbres de bicicleta. Desde aquel día todo resulta una colección de recuerdos baldeados y de caras antiguas, de adoquines con manchas de helado y de vejestorios panza arriba, igual que los taburetes del café cuando suenan las doce en ese reloj del campanario. Los trastos y las personas se cobijan bajo los cielos de escayola, igual que las sillas plegables de los cines de verano cuando llega septiembre. A esa hora todo es un putiferio de quietud, de servilletas mal barridas o de botellas rodadoras sobre el hondón de la madrugada. Entonces escucho el ruido de las pisadas y el de las pisadas del miedo tras esas primeras pisadas, y el asfalto se engoma bajo las suelas por la humedad licuada de la bruma. En realidad, a mí no se me pega nada porque soy un perro sin dueño y los perros sin dueño pasamos del aire y flotamos sobre las dentelladas del recelo, o estamos siempre a hostia limpia contra la hambruna. No sé cuántos años han transcurrido desde entonces. Muchos. Puede que más de tropecientos. Sucedieron las cosas, primero unas y luego otras aún más holgadas que esas primeras. Pasaron las noches, las del baile y las del santo callejeado entre cirios y velones. Aconteció el invierno, los pescozones del frío bien agarrado a las orejas, y la lluvia, también sucedió esa jodienda de la lluvia. Hubo un tiempo para el moquillo y otro para una nostalgia a la bartola, quizás también para las mordidas del afecto. Sentimiento, qué sentimiento ni qué pollas en vinagre, de qué afecto estamos hablando si todo el mundo me toma por el pito del sereno. Me he pasado media vida escapando del mentecato que me espantaba de los cubos de basura, o acudiendo dócil a la llamada de quien me busca con un mendrugo entre las manos. Aparezco en la foto de los quintos del ochenta y en esa otra de los festeros del noventa y tres. Incluso se me puede contemplar lamiendo esos escupitajos que cubrían los escalones de la iglesia cada vez que se celebraba algún bautizo, u olisqueando los pétalos aterciopelados de las comuniones, o detenido frente a las hormigas que flotan sobre un fragmento de madera en el interior de un charco. Las hormigas y la maderita, siempre eso. En todos los charcos está el palito y también las hormigas en ese angustioso intento de alcanzar su tabla de salvación.

   No tengo nombre. No me da para tenerlo. Unos y otros me echan un grito y yo acudo obediente. Claro que dispongo de una casa de adopción. La del carnicero, esa del paseo de los limoneros, la que tiene la baranda llena de tiestos con geranios y sin embargo huele a gato muerto, igual que las mollejas que guarda en la trastienda. Pero a mí, lo que son las cosas, me gusta más esta mala vida de moliendas y mearradas furtivas. No sabría decirle el motivo, o si existe realmente ese motivo o son únicamente manías, pero de verdad que me siento mejor en este aquí me acuesto allá me levanto. No lo sé. No sé la razón de mi anarquismo perruno, ni la de este modo de vivir a salto de mata entre la fuente y el estanco. Tampoco sé por qué le cuento esto, lo del apaleo de las noches y lo de los orines esquinados. No puedo saberlo, aunque sea el cronista de esta plazuela y ande preparando una minuciosa fe de erratas de cuanto sucedió o dejó de suceder.

   Está feo decirlo, pero yo soy un maestro del chismeo. Los chuchos sabemos más que Lepe. Conocemos a la gente y de qué pie cojea Perico el de los palotes. Eso sí, he de decirle que no traigo piedras y esto es algo que quiero dejar claro desde el principio. Mejor decirlo ahora, antes de que nadie llegue a ningún equivoco y se tenga luego que lamentar. Por eso se lo comento ya, sin esperar a ir intimando, o a cogerse un cariño que no viene a cuento. Las cosas claras y el chocolate espeso. Es ver que alguien lanza una piedra y me hago el longuis. No dirá usted que no le he sido sincero desde este primer momento. Sé un poco de cada cual y un mucho de todos. Conozco de la madre que a base de guantazos calienta el culo de ese niño que anda siempre con un pozal lleno de ranas, de la mosquita muerta que trabaja como dependienta en la paquetería y hasta de los cagones que juegan al pollito ingles frente a las puertas del ultramarinos. Cuando se giraba el crío de gafas no se movía ni dios bendito. Un, dos, tres y todos eran estatuas. Sé de los amoríos fugitivos del mozalbete que mató a una rata con una somanta de garrotazos, y del cuchicheo de los viejos que se sientan frente a la librería, esos que acaban con las canas sembradas de cáscaras de alpiste. Sé de la muchacha francesa, aunque no llegué a entender lo que respondió cuando él le pidió que no se marchara todavía. Y de los pequeños que juegan a papás y a mamás en la replaceta del molino, también sé un rato de eso, y de esa parturienta que está a punto de salir de cuentas y de encontrar novio, o de lo desmejorado que se le ve últimamente al médico. Aprendí a distinguir la cara afilada de quien la va a espichar, ese cartílago puntiagudo del alma cuando asoma el aguzamiento de las orejas y emerge como un montículo acerado la nariz. Deje que le observe bien, así mi buen amigo, dese un poco la vuelta y míreme como se mira a los oráculos greñudos o al pelambre pulgoso de los augurios. De todos sé y de todos callo. El de la ventana se maneja entre penumbras y paraguas. Él no le distingue a usted porque ve menos que Pepe leches. Es ciego, no sé si la cosa le viene de nacimiento o de que en su día se diera un trompazo contra el muro del parvulario. Cegato de no ver tres en un burro, ya le digo. Es un prestidigitador de las tormentas, un adivino del aguacero. Con apenas olisquear el viento ya sabe si va a llover esta tarde, o si toca regar los bancales de Cerro Partido porque no caerá ni gota. Se asoma entre las contraventanas y husmeando la bruma que baja de la troposfera es capaz de barruntar la ciclogénesis o de intuir los charcos que ocupan las nubes.

   Todas las mañanas del mundo la plaza se llena de sombras y del patronaje negruzco de esas sombras. Unas vienen de cortarse el pelo y otras de comprar el pan en el horno del arrabal, donde una vez a Eliseo le cayó una teja a la cabeza durante una mañana de ventolera. Acuden huyendo de las solanas y recuestan su negrura junto a la orilla del lavadero o bajo el vientre caldeado de los perros. Bajo el mío, sin ir más lejos. Se dedican a gatear por las aceras como si fuesen fronteras huidizas y luego, sin pedir permiso a nadie, se meten por las puertas de las casas o suben a pie hasta las canales para hacerse mutantes por los tejados. Hay una sombra a la que le dedico un particular aprecio, una que tengo ya domesticada. La sombra de las once y cuarto. Ni antes ni después, siempre quince minutos después de las once. Es una penumbra dócil que se deja tocar y que se me sube por el lomo porque tiene ganas de jugar y cuando le cuento algo, lo que sea, escucha atenta y hace así así con la cabeza, como si quisiera aprenderlo todo y saber de los trajines de la gente. Así, así con la cabeza, eso hace. Más de una vez, y más de dos también, hemos hablado de estas cosas, de lo de novelar los pensamientos o de ponerles prólogo, y también de tomarnos un tiempo para repensar el final con tal de decidir a dónde nos podríamos ir juntos.

                                                           FIN


sábado, 26 de enero de 2019


RELACIÓN DE PREMIOS EN EL ÚLTIMO AÑO:




 Ganador del Premio Internacional de poesía Castillo de Cortegana 2018 (Huelva) con el poemario breve La piel de las cerezas.

 Ganador del premio Nacional de poesía Guadiana 2018 ( Ciudad Real) con el poema Medusas de tergal.

 Ganador del Premio Nacional de relato breve Universidad Popular de Almansa 2018 (Albacete) con el relato breve Aún es pronto.

  Ganador del Premio Nacional FOLÍAS de L´Alfàs del Pi 2018 (Alicante) con el relato breve Metafísica de un chucho.

 Accesit en el Premio Nacional de Poesía Parnaso- Ateneo de Alicante con el poemario breve Tu voz inmóvil.

Entre finalistas, durante 2018, en los premios de relato breve : Sky Madrid, Arjona, Rendibú, Diario La verdad de Murcia ,Fundación Visconti y La Fenix Troyana (Chelva).

 Entre finalistas, durante 2018, en los premios de poesía: Aseapo y C. Merchán. Premio tercero de poesía NUMEN - Comunidad Valenciana entregado en la sede de Universidad de Alicante. (Poemario breve La palidez del momento).









                                                            "AUN ES PRONTO"

                                          (Premio Nacional Universidad Popular de Almansa)


   Yo era desgalichado y flaco y tenía una bici con el timbre ronco. También tenía una caja llena de hormigas porque nunca me dejaron tener un perro. Algunas tardes me bañaba dentro de un bidón de hierro negruzco que colocó mi tío en el terrado. Antes, me tocaba ponerme un bañador con estampados de palmeras y el dibujo de unas hamacas con rayas blanquinosas, y antes de eso no había más narices que esperar las dos horas de la digestión. De hora y media a dos horas, refunfuñaba siempre mi madre y entonces la tontaina de mi hermana decía que me chinchara y se reía como una comadreja. Mi padre se empeñaba en que las comadrejas no se ríen, que las que se carcajean a pierna suelta son las hienas, pero yo una vez fui con el tío Damián al monte y vimos una comadreja que nos miraba con risotadas burlonas desde su madriguera, igual que la estúpida de mi hermana. El bañador también tenía un islote. Eso me va por la cabeza. Una isla diminuta con un náufrago barbudo y triste. Durante aquel tiempo infinito preguntaba mil veces cuántos minutos habían pasado. Lo preguntaba en una ocasión y al poco rato lo volvía a preguntar. Así de continuo. También preguntaba si ya podía buscar el bañador, o descolgar la toalla de los delfines, o si me dejaban entretenerme quitando las avispas que se ahogaban en el agua.


  Yo no dormía la siesta, pero me tumbaba sobre un sofá que se quedaba unido a la piel como si tuviera pegamento, o de esa cola pringosa que llevaba el carpintero que vino a arreglar las mosquiteras. Un tresillo de sky rojo al que la abuela le puso por encima unos calados de ganchillo. Luego, al tratar de despegarme, sonaba como una bolsa de plástico o igual que la cremallera de mi mochila de Calimero y el sudor formaba figuras delgaduchas sobre el respaldo, como si fuera una radiografía del esqueleto. Como la que le hicieron al abuelo cuando se rompió la cadera por san Blas, con aquel trompazo mientras salía de la ducha. Puesto boca arriba me dedicaba a mirar las manchas de humedad del techo y a buscarles cara, y luego orejas a esas caras y después pelos a esas orejas. Cuando el tiempo pasa lento, a los pensamientos les crecen piernas y les da por pasearse por las replacetas de la mente y otras veces por hacer el pino contra las paredes. Entonces volvía a preguntar si habían pasado ya las dos horas y si podía ponerme las cangrejeras. Todo eso fue cuando yo era pequeño, además de desgalichado y flaco. Ahora tengo doce años y voy un poco a la mía. Ya no uso cangrejeras porque se encajaban piedrecitas en las ranuras de la suela y armaba una escandalera bajando las escaleras. Desde hace unos meses tengo un reloj de plástico, uno digital que también te dice si va a llover y más chorradas que todavía no entiendo, y ya no pregunto cuánto falta para poder darme un chapuzón.


  No sé si lo he dicho. Que yo estaba en los huesos y me asomaban las paletillas como al náufrago del islote de licra y acantilados pedregosos. Ese que no tenía más faena que observar los cocoteros o sentarse en las tumbonas de la playa. Una vez, en el bidón encontramos una rana panza arriba. Tenía la lengua fuera y los brazos abiertos de par en par como cuando mi primo hacia el muerto en la balsa de riego de la Cañada Larga. Mi tío dijo que seguramente le habría dado una insolación de tanto asomar la cabeza, o que se habría pegado un golpe con la pelota hinchable. Mi hermana preguntó cómo era posible que la rana hubiera llegado hasta allí. Mi hermana se pasaba el día preguntando cosas y mirando de reojo a mi amigo Ezequiel. Ella no lo decía, pero el Zequi le hacía tilín y también le hacía los ejercicios de química y las redacciones del fin de semana. Mi tío nos dijo que a lo mejor la rana llegó con la lluvia. Que a veces llueven ranas. Que igual era eso, lo del chubasco de ranas llovidas, o vete tú a saber.


 Luego, miramos los cartílagos de la rana al microscopio y Ezequiel le diseccionó las tripas para ver si por dentro era igual que en el libro de ciencias naturales. El Zequi siempre andaba buscándole los tres pies al gato y dándole al palique. Luego metió al batracio despanzurrado en un frasco, para disecarlo como la cabeza del jabalí que hay en el Casino Agrícola y nos fuimos hacia el bidón, porque eran casi las cinco y ya habían pasado dos horas menos cuarto desde la sandía del postre.


                                                                        FIN

miércoles, 28 de noviembre de 2018

PARA REALIZAR PEDIDO DE MI NOVELA ZAMBUCH, CON DEDICATORIA PERSONAL FIRMADA Y ENTREGA A DOMICILIO, COMPLETA EL FORMULARIO DE LA PARTE SUPERIOR Y RECIBIRÁS UN CORREO ELECTRÓNICO INDICÁNDOTE MEDIOS DE PAGO. EL PRECIO ES DE 16 EUROS + 1.5 EUROS DE GASTOS DE ENVÍO (ENVÍO NACIONAL ESPAÑA) / (7 EUROS ENVÍOS INTERNACIONALES INCLUIDA SUDAMÉRICA
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lunes, 8 de octubre de 2018

Primera presentación de ZAMBUCH

La nueva novela llega al público y a las librerías de todo el país.

Ultimas presentaciones de La memoria de tu nombre.

Libros (Teruel), Ademuz, Cañete, Talayuelas y Landete (Cuenca) pusieron final a los encuentros con lectores de La memoria de tu nombre.