" Los
lugares se habitúan al vacío, se acostumbran al ir y venir de los fantasmas por
la casa y a ese silencio de voces dormidas que se recuerdan pero que no están,
que se quedaron calladas para no interrumpir un duermevela o para no desbaratar
a nadie en la hora de la siesta. Solo el sonido fatigado del motor que producía
el frío del ultramarino y engullía aquel
otro de un ventilador que se apañó como se pudo, un runrún hecho de modorra
vencida. Una calma que se une a la oscuridad formando una niebla indivisible,
esa ausencia edificada sobre lo desocupado, la que se extravía aún más alejada
que un rastro incierto de luciérnagas apagadas, como un sombrajo desmadejado.
Igual que los días en que no sucedía nada y las habitaciones se atiborraban de
aleteos estériles o de la distancia incierta de los pájaros escondidos en algún
punto de la calima ciega. Una quietud ennegrecida como la sangre terrosa de la
culebra muerta. El tiempo atraviesa los días, camina sobre la línea transparente
que los separa. Lo hace despacio, pero anda. Como los pies de aquellas
japonesas que sin levantar las suelas cruzaban un puente impreso con tinta
negruzca sobre el metal rojo. Las que paseaban ensimismadas y con paraguas por
encima de los hilos de colores y los dedales viejos. Claro que anda, cómo no va
a andar. No te esperes otra cosa. A la que quieres darte cuenta ya se ha
perdido de vista y está atravesando la Rambla Castellana. Las casas cerradas se
acostumbran a ese silencio en el que solo crece un murmullo distante de
palabras incomprensibles, unas más graves que otras, un timbre ronco, algo
afónico, descacharrada la bobina de cobre, sonando dos pisos más arriba, otro
silencio intercalado en un ángulo muerto del atardecer en medio de un olor a coliflor que viene de
abajo, subido a la chepa de un batiburrillo farragoso, otras voces, esta vez un
susurro mínimo, insignificante, como un rezo alejado, una monserga de chicha y
nabo, algo que se parece mucho a la pequeña luz de un barco fronterizo. Suenan
los goterones sucios que pierden los entronques de las bajantes por el patio de
luces. Bolas de agua llena de porquería. Nada que ver con las pompas de jabón
instaladas en la memoria como iconos azucarados de la infancia. Desagua una
lavadora y se escucha el chisporroteo sobre la piedra de la ventana, las
salpicaduras sordas contra la mosquitera embozada de polvo pasado y del grumo
que compone el aceite requemado que sale por los extractores. La voz tomada de
ese timbre que insiste, no debe haber nadie. El centrifugado de esa lavadora
que escupe espumarajos y que empapa las persianas. Alguna vez la nevada fue
solo un cúmulo de escamitas de forexpán flotando en un agua prisionera de una
urna de plástico deslucido. De eso hace diecinueve años, dilo otra vez. Un
tramo abundante de vida. Ahora una soga desescombra la memoria por la ventana,
los cascotes fragmentados de la niñez. La asfixia de los objetos envueltos con
cinta americana para aplastarse como espectros tiznados en el remolque del
tractor. Sombras que se han puesto perdidas de esa cochambre polvorienta que
cubre los objetos, que se han hecho negras del todo, como aquellos cuervos que
andaban sueltos por la troposfera y que pasaban a mediodía por encima del
pueblo. "
FRAGMENTO DE CAPÍTULO V . PEDRALBA, OCTUBRE 2016