miércoles, 2 de noviembre de 2016

UNA NOVELA REFUGIADA EN LA MEMORIA.




     " Los lugares se habitúan al vacío, se acostumbran al ir y venir de los fantasmas por la casa y a ese silencio de voces dormidas que se recuerdan pero que no están, que se quedaron calladas para no interrumpir un duermevela o para no desbaratar a nadie en la hora de la siesta. Solo el sonido fatigado del motor que producía el frío del ultramarino y  engullía aquel otro de un ventilador que se apañó como se pudo, un runrún hecho de modorra vencida. Una calma que se une a la oscuridad formando una niebla indivisible, esa ausencia edificada sobre lo desocupado, la que se extravía aún más alejada que un rastro incierto de luciérnagas apagadas, como un sombrajo desmadejado. Igual que los días en que no sucedía nada y las habitaciones se atiborraban de aleteos estériles o de la distancia incierta de los pájaros escondidos en algún punto de la calima ciega. Una quietud ennegrecida como la sangre terrosa de la culebra muerta. El tiempo atraviesa los días, camina sobre la línea transparente que los separa. Lo hace despacio, pero anda. Como los pies de aquellas japonesas que sin levantar las suelas cruzaban un puente impreso con tinta negruzca sobre el metal rojo. Las que paseaban ensimismadas y con paraguas por encima de los hilos de colores y los dedales viejos. Claro que anda, cómo no va a andar. No te esperes otra cosa. A la que quieres darte cuenta ya se ha perdido de vista y está atravesando la Rambla Castellana. Las casas cerradas se acostumbran a ese silencio en el que solo crece un murmullo distante de palabras incomprensibles, unas más graves que otras, un timbre ronco, algo afónico, descacharrada la bobina de cobre, sonando dos pisos más arriba, otro silencio intercalado en un ángulo muerto del atardecer  en medio de un olor a coliflor que viene de abajo, subido a la chepa de un batiburrillo farragoso, otras voces, esta vez un susurro mínimo, insignificante, como un rezo alejado, una monserga de chicha y nabo, algo que se parece mucho a la pequeña luz de un barco fronterizo. Suenan los goterones sucios que pierden los entronques de las bajantes por el patio de luces. Bolas de agua llena de porquería. Nada que ver con las pompas de jabón instaladas en la memoria como iconos azucarados de la infancia. Desagua una lavadora y se escucha el chisporroteo sobre la piedra de la ventana, las salpicaduras sordas contra la mosquitera embozada de polvo pasado y del grumo que compone el aceite requemado que sale por los extractores. La voz tomada de ese timbre que insiste, no debe haber nadie. El centrifugado de esa lavadora que escupe espumarajos y que empapa las persianas. Alguna vez la nevada fue solo un cúmulo de escamitas de forexpán flotando en un agua prisionera de una urna de plástico deslucido. De eso hace diecinueve años, dilo otra vez. Un tramo abundante de vida. Ahora una soga desescombra la memoria por la ventana, los cascotes fragmentados de la niñez. La asfixia de los objetos envueltos con cinta americana para aplastarse como espectros tiznados en el remolque del tractor. Sombras que se han puesto perdidas de esa cochambre polvorienta que cubre los objetos, que se han hecho negras del todo, como aquellos cuervos que andaban sueltos por la troposfera y que pasaban a mediodía por encima del pueblo. "

FRAGMENTO DE CAPÍTULO V . PEDRALBA, OCTUBRE 2016