TEXTO GANADOR EN EL CERTAMEN DE
RELATO BREVE GUARDO (PALENCIA) 2019.
LOS QUINTOS DEL SETENTA
AMADEO LABORDA
Afeitaron
al muerto y la piel se le fue llenando de moscas caminadoras y de unas ronchas
que asediaban sus labios. Alguien, quien sea, le abrió la boca y encasquetó
entre sus mandíbulas la dentadura postiza, igual que cuando empapuzamos al pájaro
volandero que cayó del nido antes de hora. En esa emboscada de la carne no faltó
alguna que otra nervadura de vena aflojada y aquella postura baldada del entrecejo.
Luego, cerraron la caja y ya no vi sus ojos, ni el gesto inservible de sus
manos. Sucedió como sucede la tormenta. O como pasan las cosas que se salen de
quicio porque no tienen mesura. La noche resultaba negruzca como la mula del
tío Damián y tenía ese mismo pelaje punchoso del costillar del animal. Había
una puerta con la cerradura grande y una hornacina sin santo. También había cirios
en aceite junto a un retrato con los quintos del setenta, y una cara asomada a
la eternidad. El resto eran rezos discretos y voces austeras. Poco más. Entre los
allegados se encontraban media docena de primos segundos y algunos vecinos de
la casa de abajo, o de tres calles más arriba, y un gato que se llamaba
Sarmiento y que sabía hacer volteretas. Yo era paliducha y flaca y tenía un
lazo con dibujos de mariquitas. De los muchos muertos que han pasado por mi
vida, muchos, solo este mostraba la mirada distraída y un impecable nudo
americano en su corbata. Mi infancia es un trasiego de velatorios con una luz
siempre encendida. En esa convocatoria de dulces de anís y caras antiguas hay una
montonera de muertos, de los unos muertos y de los otros muertos, de todos los muertos,
y más de un enterrador con carraspera o con unas malas pulgas del copón. Mi abuela,
a las deshoras de los pésames y en el sindiós del cuerpo presente, me llevaba a
visitar difuntos y otras veces enfermos en su último bufido de vida. Por eso me
pasaba las noches en vela y mirando debajo de la cama para dar con el muerto
que se aproxima, que cada vez está más cerca, que ya está ahí al lado y te
estira de la ropa. Fue entonces, en esas horas muertas de los velorios, cuando
me dio por apuntar las cosas y por hacer listados de palabras. Poco tiempo después
me pusieron estas gafas y el velcro que las mantiene bien cogidas, y me
regalaron un diario que tiene las tapas de un cuero que huele a vaca y en el que
pego cromos con una aguachirle compuesta de harina con un chorretón de gaseosa.
Escribo
porque tengo cosas que contar. Ando a todas horas con el bolígrafo encima porque tengo mucho que decir y nadie me escucha cuando lo pronuncio en voz alta.
Me gusta pararme en las esquinas y observar el trajín de la gente. También me chifla
jugar con mis primas a ser invisible, pero eso creo que no tiene nada que ver
con la literatura. O sí. A lo mejor va a ser que se le parece en algo. Hay días
en los que no pasa nada y entonces me lo invento, como de pequeña me inventaba la
nieve y los trineos, o ese muñecote de hielo con una nariz de zanahoria. Me cuesta
saber qué fue antes y qué después, porque los acontecimientos giran igual que
un bicho bola y luego se hacen una madeja de aquí te espero. Cuento lo que no
pasó y aquello que tuvo lugar mucho antes de lo que nunca sucedió. Hablo de
personajes que jamás existieron, o que ya estaban por aquí cuando llegué. Otras
veces cierro los ojos y huelo con recelo, o me quedo en silencio mirando detenidamente
las cosas, como aquella noche en la que una cuchilla de afeitar rasuraba la
cara muerta de ese hombre que vivía por la plaza de las ranas, mientras yo corregía
las tildes del epitafio y llenaba de tinta el semblante desmejorado de la
madrugada. El silencio tiene mirada de matarife, pero carece de apellidos y ni
siquiera tiene orejas para escuchar los cabezazos de las moscardas contra el cristal:
primero una vez y luego otra aún más tozuda. Sin darme cuenta, las cavilaciones
y los ruidos acaban llenando ese sigilo como si fueran las voces calladas de un
tiempo agotado, aquel de muertes pequeñas y de otras más holgadas. No sabes cuánto.
Entonces pasa una nube y el espejo del ropero se oscurece para hacerse más
hondo, mucho más. No sé si lo he dicho antes. Que dentro del espejo existe otro
mundo. No sabría decir cuál. Otro. Uno pendiente de ponerle nombre y no solo
hecho de fotografías esquinadas sobre el cristal o de orillas quebradas, sino también
del material que compone los mapas de la imaginación.
Esto no es aquello. Tampoco la casa huele a pimiento
asado como en las tardes de poemas bajo la tormenta, ni tiene aquellas luces
anaranjadas sobre las que flotaba un polvo que lo amenazaba todo. Ahora no soy una
cría ni le tengo miedo a las puertas que se abren solas. La semana pasada
cumplí catorce y me quitaron ese aparato que he llevado durante años apretujándome
los dientes. Escribo de los recuerdos porque no le pongo cara al olvido. A
menudo intento atinar el incierto rostro de la desmemoria. Aprieto los ojos y pienso,
o hago como que pienso. Así, mitad abiertos y mitad cerrados, así, así, pero al
hacer fuerza con las cejas solo me sale la cabeza despellejada del conejo en
las vísperas de San Blas, cuando la calle se llena de mesas y el borrachín del arrabal
canta coplillas. Por eso describo lo de aquella lápida de las ortigas y cuanto sucedió
o dejó de suceder antes de esa estampida de muertos. O de las manchas de
humedad que había detrás de las cortinas, o sencillamente de cómo la viuda soplaba
sobre una mota de pelusa como quien sopla el caldo de los inviernos. Recuerdo
para arriba, recuerdo para abajo. De ese modo siempre, porque el presente es
una tela que presta poco, como la sisa de aquel vestido de los cocoteros. A menudo
voy dando vueltas a las frases para hacer lo que se pueda. Lo que se pueda. Una
vez el maestro nos pidió una redacción sobre las aves migratorias y yo la hice
sobre una ventana que hay en casa y que es la ventana de los pájaros. Me dijo
que no estaba del todo mal, pero mejor si la repetía. Ahora, lo que son las
cosas, le he cogido gustirrinín a novelar lo que queda lejos, o aquello en lo
que nadie se fija. Como los zapatos del muerto. O como una sombra cicatera, esa
que ataviada de quietud brinca la baranda del balcón cuando la raya de sol se pone
a jugar al escondite inglés entre los geranios. La sombra domesticada de las
once y media.
Qué metáforas ni qué ocho cuartos. Me gusta
hablar de la lluvia y de lo que pasó detrás de la lluvia, cuando a las palabras
les dio por juntarse y a la gente por morirse. Lo que comenzó como una deserción
de vivos terminó siendo una desbandada de muertos. Me gusta eso y contemplar
las gotas sobre el cristal cuando resbalan sobre la pegatina de Pipi Calzaslargas,
en ese santiamén en el que las salpicaduras forman puntos y al unir esos puntos
me sale un nicho con retratos satinados y fechas oxidadas, y otras veces el membrete
del recibo de los muertos.
Los crisantemos y las esquelas. Los crisantemos.
Las esquelas. Y las manos sobrantes del muerto. Y su camisa arremetida. Con lo
uno y con lo otro me dedico a relatar la fúnebre palidez de un verano de chancletas
de goma y sandías robadas. De aquel tiempo de las adivinanzas y los besos en la
frente. De cierto agosto que parecía no acabar nunca, mientras septiembre no
terminaba de llegar. De cuando mi abuela anotaba sepelios y yo párrafos en cursiva,
despacito y con buena letra. Aquel fue el verano de la rata porque mi tío Damián
le arreó una pedrada a una y luego mi hermano la paseó como una momia peluda por
las calles del pueblo y por la cuesta de los acebuches. Entre todos la mataron y
ella sola se murió. Tenía un rabo gordote y el lomo lleno de trasquilones, y
cuando la vio mi madre se dio un susto morrocotudo y le dijo a mi tío que no
eran maneras, que más le valdría dejarse de zarandajas y pollas en vinagre y
enseñarnos algo de provecho. Luego, pendiente aún de autopsia, la enterramos en
un tiesto de perejil e hicimos una merendola, y lo pasamos en grande. Mucho.
La muerte no existe. Existen los muertos y
ese luto demacrado de los fallecidos. Por eso no me dio por escribir de la muerte,
que esa da miedo aunque no exista, sino de los muertos. De los pormenores de
los muertos y de sus correas de reloj gastadas. De sus detalles y de las uñas
de esos detalles. La memoria está habitada por cadáveres traídos y llevados de
dos a cinco, y por muertos mal guardados. Las almas no se van nunca, ni se
ausentan por una tarde en este sinvivir de funerales demorados y muertos
vivientes.
De qué olvido. El de quién. Amortajado el
recuerdo se acabó la cautela. Tan callada vino la muerte, tanto, tan sin mover
ruido ni desbaratarse, tan sin una palabra más alta que otra. Eso nunca lo
olvidé. Nunca. La muda replanchada del muerto. La vagancia del tendón sobre el
tramo inútil de la sonrisa. Los mocasines de las bodas y aquella tiesura de las
solapas sobre su delgadez sedente y sedentaria. La mueca torpe, como si tuviera
un dolor de tripas después del apretón de espicharla con el testamento a medias
y la cena por hacer, justo cuando la sístole se cansó de esperar a la diástole
y asomó las orejas el síncope. La formalidad del muerto y esos modales de estarse
quieto donde toca y sin rechistar. Tan poquita cosa, tan nada y con tan poca luz.
El morro prieto del muerto, parecido a más no poder a aquel otro de la rata callejeada
en bendita procesión. Aquel reguero blanquinoso del agua con bicarbonato para dar
lustre a su dentadura de quita y pon. Los lunares de lycra en su corbata tirante.
El pañuelo de tergal acicalando su cuello, igual que una medusa desinflada, y un
traje milrayas con ojales huérfanos de botón, mientras el gato Sarmiento se repantigaba
en la distancia en corto de sus piernas largas para husmear las canillas huesudas
y el calcetín remendado. Las moscas andadoras, esas que se bebían las tacas de
mistela sobre la mesa de railite. Luego, cargaron con la caja por las escaleras
y yo llamé al gato y él acudió obediente, y luego todo sanseacabó, y luego es
ahora.
FIN