La muerte no existe. Los que tienen existencia son
los muertos. También sus equipajes dejados en consigna. Los pormenores de los muertos,
sus menudencias. Los detalles y los asuntos de los que se han ido y han
dejado por aquí sus cosas. Los muertos sí que existen. Están a todas horas por
el medio, paseándose en mitad de las conversaciones, cruzándose por el centro de los diálogos. Cuando no los nombra uno los menciona otro. Los muertos no se
van nunca. No se pueden ir, de tanto traérselos a la mesa a la hora de comer y
desenterrarlos cuando el puré y el yogur de la cena. No se van del todo porque
no se les deja un rato tranquilos, ni se les consiente terminar de morirse. Se
convierten en algo recurrente, tan cotidiano como esa camioneta del butano que
sigue pasando por ahí abajo cada semana, tan frecuente como el sonido de las
escobas en la calle. Se habla tan de continuo de los muertos que acaban
instalándose en todo. Se sientan a merendar en la última silla de la mesa y
mojan las ensaimadas en la horchata como un espíritu laminero. Se vive de cara
a los muertos. A la muerte no, que esa da miedo, a los muertos. La muerte como
tal no es nada, que parece que no escuchas, si acaso el hasta aquí de los
muertos. De esos en los que se anda pensando tan a diario como en el suéter que
hay que ponerse mañana. Muertos domesticados, traidos y llevados de dos a cinco
y guardados luego cuando se presenta una visita. Revividos a base de una
somanta de invocaciones de andar por casa. La desmitificación de la muerte, de
una muerte que no existe. La consuegra de mis abuelos compró un nicho nuevo
para trasladar a su marido que había fallecido unos años antes. Se pasaba el
día diciendo que donde estaba enterrado no le daba el sol, que las paredes que
miran al norte son buenas para colgar los perniles pero que con tanta humedad
se iba a poner fatal del reuma o acabaría con una neumonía de caballo. Andaba
siempre con esa pejiguera. Entonces le hicieron un papel en el ayuntamiento y
los albañiles se encargaron de realizar la mudanza de la osamenta a un bloque
recién edificado con vistas al sur, para que disfrutara de tanta solana como la
que andan buscando los reptiles desde primera hora de la mañana.
La memoria de tu nombre, de Amadeo Laborda. Editorial Lletra Impresa.