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viernes, 8 de marzo de 2019

METAFÍSICA DE UN CHUCHO





  TEXTO GANADOR EN EL PREMIO NACIONAL DE RELATO
  BREVE FOLIAS - L´ALFÀS DEL PI  2019





  METAFÍSICA DE UN CHUCHO

    Amadeo Laborda
       


   Qué voces de la memoria ni qué niño muerto. Váyase usted a saber de dónde salen estas frases con aspecto de bufido. Lo que escucha vienen a ser mis entendederas de perro y este sindiós de mis cavilaciones. Por ser un perdiguero no iba a apechugar con un silencio de mortaja, o con ni siquiera poder decir que este morro es mío. Tururú. Si lo prefiere se lo digo con otras palabras. No sé cuáles. Otras. Unas más parecidas a las que se gastan en los cuentos de toda la vida, de esas que llevan flecos y blondas entre los sustantivos. Claro que no hablo, pero que no sepa hacerlo no significa que en mis ladridos no existan razonamientos peludos, o estos pequeños ratos de lucidez perruna que quien más y quien menos tiene. Ojalá. Claro que me chiflaría articular palabra, aunque fuera con las vocales traspuestas y los fonemas entreverados, como hace ese borrachín que vive en la cuesta de los acebuches. A veces sale pimplado de la cantina y se pasea dando tumbos y canturreando lo de tamparantán que te han visto Pepe, tamparantán que te han visto Juan.

   Cómo quiere que no lo observe todo con esta mirada correosa de la intemperie. Cuento lo que hubiera contado mi amo de no haberse ido. Las cosas de las que hubiera hablado él de no acogotarle aquel jamacuco. Le dio el telele y sanseacabó. Decidí quedarme a vivir en esta plaza cuando vinieron y se lo llevaron con los zapatos de las bodas y el traje de todos los muertos, el de los unos y los otros muertos, metido en aquella caja de cedro al pie de unas coronas de crisantemos. Las flores de temporada siempre distraen los olores, los de los pinreles y los otros. Todos. Me vi en la calle y las pasé putas, putas sí, atarantado como un jipilondio que malvive entre moscas y timbres de bicicleta. Desde aquel día todo resulta una colección de recuerdos baldeados y de caras antiguas, de adoquines con manchas de helado y de vejestorios panza arriba, igual que los taburetes del café cuando suenan las doce en ese reloj del campanario. Los trastos y las personas se cobijan bajo los cielos de escayola, igual que las sillas plegables de los cines de verano cuando llega septiembre. A esa hora todo es un putiferio de quietud, de servilletas mal barridas o de botellas rodadoras sobre el hondón de la madrugada. Entonces escucho el ruido de las pisadas y el de las pisadas del miedo tras esas primeras pisadas, y el asfalto se engoma bajo las suelas por la humedad licuada de la bruma. En realidad, a mí no se me pega nada porque soy un perro sin dueño y los perros sin dueño pasamos del aire y flotamos sobre las dentelladas del recelo, o estamos siempre a hostia limpia contra la hambruna. No sé cuántos años han transcurrido desde entonces. Muchos. Puede que más de tropecientos. Sucedieron las cosas, primero unas y luego otras aún más holgadas que esas primeras. Pasaron las noches, las del baile y las del santo callejeado entre cirios y velones. Aconteció el invierno, los pescozones del frío bien agarrado a las orejas, y la lluvia, también sucedió esa jodienda de la lluvia. Hubo un tiempo para el moquillo y otro para una nostalgia a la bartola, quizás también para las mordidas del afecto. Sentimiento, qué sentimiento ni qué pollas en vinagre, de qué afecto estamos hablando si todo el mundo me toma por el pito del sereno. Me he pasado media vida escapando del mentecato que me espantaba de los cubos de basura, o acudiendo dócil a la llamada de quien me busca con un mendrugo entre las manos. Aparezco en la foto de los quintos del ochenta y en esa otra de los festeros del noventa y tres. Incluso se me puede contemplar lamiendo esos escupitajos que cubrían los escalones de la iglesia cada vez que se celebraba algún bautizo, u olisqueando los pétalos aterciopelados de las comuniones, o detenido frente a las hormigas que flotan sobre un fragmento de madera en el interior de un charco. Las hormigas y la maderita, siempre eso. En todos los charcos está el palito y también las hormigas en ese angustioso intento de alcanzar su tabla de salvación.

   No tengo nombre. No me da para tenerlo. Unos y otros me echan un grito y yo acudo obediente. Claro que dispongo de una casa de adopción. La del carnicero, esa del paseo de los limoneros, la que tiene la baranda llena de tiestos con geranios y sin embargo huele a gato muerto, igual que las mollejas que guarda en la trastienda. Pero a mí, lo que son las cosas, me gusta más esta mala vida de moliendas y mearradas furtivas. No sabría decirle el motivo, o si existe realmente ese motivo o son únicamente manías, pero de verdad que me siento mejor en este aquí me acuesto allá me levanto. No lo sé. No sé la razón de mi anarquismo perruno, ni la de este modo de vivir a salto de mata entre la fuente y el estanco. Tampoco sé por qué le cuento esto, lo del apaleo de las noches y lo de los orines esquinados. No puedo saberlo, aunque sea el cronista de esta plazuela y ande preparando una minuciosa fe de erratas de cuanto sucedió o dejó de suceder.

   Está feo decirlo, pero yo soy un maestro del chismeo. Los chuchos sabemos más que Lepe. Conocemos a la gente y de qué pie cojea Perico el de los palotes. Eso sí, he de decirle que no traigo piedras y esto es algo que quiero dejar claro desde el principio. Mejor decirlo ahora, antes de que nadie llegue a ningún equivoco y se tenga luego que lamentar. Por eso se lo comento ya, sin esperar a ir intimando, o a cogerse un cariño que no viene a cuento. Las cosas claras y el chocolate espeso. Es ver que alguien lanza una piedra y me hago el longuis. No dirá usted que no le he sido sincero desde este primer momento. Sé un poco de cada cual y un mucho de todos. Conozco de la madre que a base de guantazos calienta el culo de ese niño que anda siempre con un pozal lleno de ranas, de la mosquita muerta que trabaja como dependienta en la paquetería y hasta de los cagones que juegan al pollito ingles frente a las puertas del ultramarinos. Cuando se giraba el crío de gafas no se movía ni dios bendito. Un, dos, tres y todos eran estatuas. Sé de los amoríos fugitivos del mozalbete que mató a una rata con una somanta de garrotazos, y del cuchicheo de los viejos que se sientan frente a la librería, esos que acaban con las canas sembradas de cáscaras de alpiste. Sé de la muchacha francesa, aunque no llegué a entender lo que respondió cuando él le pidió que no se marchara todavía. Y de los pequeños que juegan a papás y a mamás en la replaceta del molino, también sé un rato de eso, y de esa parturienta que está a punto de salir de cuentas y de encontrar novio, o de lo desmejorado que se le ve últimamente al médico. Aprendí a distinguir la cara afilada de quien la va a espichar, ese cartílago puntiagudo del alma cuando asoma el aguzamiento de las orejas y emerge como un montículo acerado la nariz. Deje que le observe bien, así mi buen amigo, dese un poco la vuelta y míreme como se mira a los oráculos greñudos o al pelambre pulgoso de los augurios. De todos sé y de todos callo. El de la ventana se maneja entre penumbras y paraguas. Él no le distingue a usted porque ve menos que Pepe leches. Es ciego, no sé si la cosa le viene de nacimiento o de que en su día se diera un trompazo contra el muro del parvulario. Cegato de no ver tres en un burro, ya le digo. Es un prestidigitador de las tormentas, un adivino del aguacero. Con apenas olisquear el viento ya sabe si va a llover esta tarde, o si toca regar los bancales de Cerro Partido porque no caerá ni gota. Se asoma entre las contraventanas y husmeando la bruma que baja de la troposfera es capaz de barruntar la ciclogénesis o de intuir los charcos que ocupan las nubes.

   Todas las mañanas del mundo la plaza se llena de sombras y del patronaje negruzco de esas sombras. Unas vienen de cortarse el pelo y otras de comprar el pan en el horno del arrabal, donde una vez a Eliseo le cayó una teja a la cabeza durante una mañana de ventolera. Acuden huyendo de las solanas y recuestan su negrura junto a la orilla del lavadero o bajo el vientre caldeado de los perros. Bajo el mío, sin ir más lejos. Se dedican a gatear por las aceras como si fuesen fronteras huidizas y luego, sin pedir permiso a nadie, se meten por las puertas de las casas o suben a pie hasta las canales para hacerse mutantes por los tejados. Hay una sombra a la que le dedico un particular aprecio, una que tengo ya domesticada. La sombra de las once y cuarto. Ni antes ni después, siempre quince minutos después de las once. Es una penumbra dócil que se deja tocar y que se me sube por el lomo porque tiene ganas de jugar y cuando le cuento algo, lo que sea, escucha atenta y hace así así con la cabeza, como si quisiera aprenderlo todo y saber de los trajines de la gente. Así, así con la cabeza, eso hace. Más de una vez, y más de dos también, hemos hablado de estas cosas, de lo de novelar los pensamientos o de ponerles prólogo, y también de tomarnos un tiempo para repensar el final con tal de decidir a dónde nos podríamos ir juntos.

                                                           FIN